Muhammad adh-Dhib, un muchacho árabe de quince años que buscaba una cabra extraviada en una región desértica del noroeste del mar Muerto, observó una estrecha abertura en un acantilado. Se le ocurrió lanzar unas piedras por el hueco, y oyó que algo se rompía. Pensó entonces que bien pudiera tratarse de algún tesoro escondido y llamó a un amigo suyo, Ahmed Muhammad; juntos lograron introducirse por el hueco y se vieron en una cueva de ocho metros de longitud por dos de anchura. En el interior, y entre unos fragmentos de cerámica, descubrieron una serie de cilindros de barro, de sesenta centímetros de longitud. Con gran emoción, los chicos los abrieron, pero en lugar de oro y piedras preciosas solamente hallaron unos paquetes oscuros envueltos en tela que olían a humedad. Se trataba de once pergaminos fabricados con delgadas bandas de piel de oveja, cosidas entre sí y protegidas por cuero bastante deteriorado. Los pergaminos, cuya longitud oscilaba entre noventa centímetros y siete metros, presentaban en su anverso un texto escrito en hebreo antiguo. Los muchachos se llevaron una gran desilusión, pero consiguieron vender los fragmentos a un comerciante de Jerusalén a cambio de unas libras. Ocurrió en el año 1947. Y lo que los chicos habían descubierto resultó ser uno de los más grandes tesoros manuscritos: los pergaminos del mar Muerto.
A pesar de que un empleado del Departamento de Antigüedades de Palestina declaró que el hallazgo carecía de valor, el monasterio ortodoxo sirio de San Marcos compró cinco pergaminos al año siguiente por noventa mil libras esterlinas. Los seis restantes fueron adquiridos por la Universidad Hebrea de Jerusalén.
El doctor John Trever, que desempeñaba las funciones de director de la Escuela estadounidense de Investigación Oriental en Jerusalén, examinó los pergaminos y comprobó que se trataba del libro de Isaías, del Antiguo Testamento. Y por la forma de los caracteres pensó que los pergaminos eran anteriores a los tiempos de Jesucristo. Como no se conocía ningún libro del Antiguo Testamento escrito en hebreo, con antigüedad superior a 1.100 años, el descubrimiento resultó sorprendente.
El doctor William Albright, historiador y arqueólogo de la Universidad John Hupkins de los E.E.U.U., examinó fotografías del pergamino y fijó su antigüedad aproximadamente en el año 100 a. de J. C. Manifestó que se trataba de un hallazgo prodigioso, el más importante descubrimiento de manuscritos de los tiempos modernos.
Diversos arqueólogos y beduinos comenzaron a explorar los alrededores del mar Muerto, y para 1956 habían aparecido otras diez cuevas, con más pergaminos y documentos.
Numerosos expertos del Instituto de Estudios Nucleares de Chicago examinaron la tela que envolvía los primeros pergaminos encontrados, y establecieron su origen entre los años 167 antes de J. C. y 231 después de J. C. Y como los descubrimientos se sucedían, se puso de manifiesto que los manuscritos formaban parte de una gran biblioteca que, por algún motivo, había sido escondida en aquellos parajes desiertos.
Al excavar a menos de 550 metros de la primera cueva descubierta, aparecieron las ruinas de un monasterio conocido con el nombre de Khirbet Qumran, que en un tiempo albergó a una extraña secta religiosa. En la sala de escritura del edificio principal del monasterio se hallaron un vaso que contenía tinta seca y un recipiente de barro, idéntico a los cilindros descubiertos en la primera cueva. Parece ser que los miembros de la comunidad de Qumran ocultaron los documentos al acercarse la Legión Décima de Roma, que invadió el territorio en los años 68 o 70 después de J. C.
La mayoría de los documentos y fragmentos, algunos de los cuales no son mayores que un sello de correos, están escritos en hebreo. Otros lo están en arameo, que se cree es el idioma que habló Jesucristo; y unos pocos, en griego. Suponen más de quinientos libros, de los que cien corresponden al Antiguo Testamento. Además, contienen comentarios al Antiguo Testamento y textos que nos permiten conocer la vida y observancia de la comunidad del monasterio.
Según los documentos, la vida comunitaria en el monasterio resulta parecida a la de los esenios, secta mística judía que existió entre los años 125 antes de J. C. y 68 después de J. C.: sus miembros eran célibes y rechazaban los bienes mundanos. El historiador romano Plinio el Viejo dijo de ellos que habían establecido su sede al oeste del mar Muerto, precisamente en la región donde apareció el monasterio. Además, los pergaminos relativos al Antiguo Testamento suponen, para los estudiantes de estos temas, una importante fuente de información para un mayor conocimiento de la primera parte de la Biblia.
Ciertos pergaminos sirven para reconstruir la historia de la comunidad Qumran, y contienen referencias que algunos eruditos consideran de suma importancia, pues atrojan nueva luz sobre los comienzos del cristianismo. Mencionan un “Maestro del Bien”, cuyo nombre no se dice pero parece haber sido un inmediato precursor del Mesías. En tal caso, la alusión a San Juan Bautista sería bastante clara, ya que San Juan recorrió Judea preparando el camino de Cristo. Algunos expertos han pensado incluso que Cristo era esenio.
Pero los escribas de los pergaminos no mencionan el nombre de Jesús, por lo que no se sabe si para ellos era Jesús el Mesías que esperaban. Lo que los entendidos saben con seguridad a este respecto es que algunos fragmentos de los textos concuerdan perfectamente con ciertos pasajes de los Evangelios y de las Epístolas del Nuevo Testamento. Pero es posible y particularmente interesante que la doctrina predicada por Cristo no fuese inspirada por Dios, sino por un grupo innominado cuyos miembros vivieron y murieron en el viejo desierto de Galilea.
A pesar de que un empleado del Departamento de Antigüedades de Palestina declaró que el hallazgo carecía de valor, el monasterio ortodoxo sirio de San Marcos compró cinco pergaminos al año siguiente por noventa mil libras esterlinas. Los seis restantes fueron adquiridos por la Universidad Hebrea de Jerusalén.
El doctor John Trever, que desempeñaba las funciones de director de la Escuela estadounidense de Investigación Oriental en Jerusalén, examinó los pergaminos y comprobó que se trataba del libro de Isaías, del Antiguo Testamento. Y por la forma de los caracteres pensó que los pergaminos eran anteriores a los tiempos de Jesucristo. Como no se conocía ningún libro del Antiguo Testamento escrito en hebreo, con antigüedad superior a 1.100 años, el descubrimiento resultó sorprendente.
El doctor William Albright, historiador y arqueólogo de la Universidad John Hupkins de los E.E.U.U., examinó fotografías del pergamino y fijó su antigüedad aproximadamente en el año 100 a. de J. C. Manifestó que se trataba de un hallazgo prodigioso, el más importante descubrimiento de manuscritos de los tiempos modernos.
Diversos arqueólogos y beduinos comenzaron a explorar los alrededores del mar Muerto, y para 1956 habían aparecido otras diez cuevas, con más pergaminos y documentos.
Numerosos expertos del Instituto de Estudios Nucleares de Chicago examinaron la tela que envolvía los primeros pergaminos encontrados, y establecieron su origen entre los años 167 antes de J. C. y 231 después de J. C. Y como los descubrimientos se sucedían, se puso de manifiesto que los manuscritos formaban parte de una gran biblioteca que, por algún motivo, había sido escondida en aquellos parajes desiertos.
Al excavar a menos de 550 metros de la primera cueva descubierta, aparecieron las ruinas de un monasterio conocido con el nombre de Khirbet Qumran, que en un tiempo albergó a una extraña secta religiosa. En la sala de escritura del edificio principal del monasterio se hallaron un vaso que contenía tinta seca y un recipiente de barro, idéntico a los cilindros descubiertos en la primera cueva. Parece ser que los miembros de la comunidad de Qumran ocultaron los documentos al acercarse la Legión Décima de Roma, que invadió el territorio en los años 68 o 70 después de J. C.
La mayoría de los documentos y fragmentos, algunos de los cuales no son mayores que un sello de correos, están escritos en hebreo. Otros lo están en arameo, que se cree es el idioma que habló Jesucristo; y unos pocos, en griego. Suponen más de quinientos libros, de los que cien corresponden al Antiguo Testamento. Además, contienen comentarios al Antiguo Testamento y textos que nos permiten conocer la vida y observancia de la comunidad del monasterio.
Según los documentos, la vida comunitaria en el monasterio resulta parecida a la de los esenios, secta mística judía que existió entre los años 125 antes de J. C. y 68 después de J. C.: sus miembros eran célibes y rechazaban los bienes mundanos. El historiador romano Plinio el Viejo dijo de ellos que habían establecido su sede al oeste del mar Muerto, precisamente en la región donde apareció el monasterio. Además, los pergaminos relativos al Antiguo Testamento suponen, para los estudiantes de estos temas, una importante fuente de información para un mayor conocimiento de la primera parte de la Biblia.
Ciertos pergaminos sirven para reconstruir la historia de la comunidad Qumran, y contienen referencias que algunos eruditos consideran de suma importancia, pues atrojan nueva luz sobre los comienzos del cristianismo. Mencionan un “Maestro del Bien”, cuyo nombre no se dice pero parece haber sido un inmediato precursor del Mesías. En tal caso, la alusión a San Juan Bautista sería bastante clara, ya que San Juan recorrió Judea preparando el camino de Cristo. Algunos expertos han pensado incluso que Cristo era esenio.
Pero los escribas de los pergaminos no mencionan el nombre de Jesús, por lo que no se sabe si para ellos era Jesús el Mesías que esperaban. Lo que los entendidos saben con seguridad a este respecto es que algunos fragmentos de los textos concuerdan perfectamente con ciertos pasajes de los Evangelios y de las Epístolas del Nuevo Testamento. Pero es posible y particularmente interesante que la doctrina predicada por Cristo no fuese inspirada por Dios, sino por un grupo innominado cuyos miembros vivieron y murieron en el viejo desierto de Galilea.
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